Los seres humanos somos especialistas en evadir estas cuestiones morales. Nos las arreglamos de una forma u otra para ignorarlas lo más posible, para que no nos molesten, para no tener que reconocernos a nosotros mismos que estamos haciendo algo mal y deberíamos cambiarlo. Tenemos ejemplos en todas partes, a cualquier hora del día, mires donde mires. Yo no soy nadie para juzgar a nadie, y debo aceptar lo que hay. Pero recordar mis vidas pasadas me ha hecho darme cuenta de que no podemos mantenernos al margen. Con frecuencia es complicado encontrar la mejor forma de hacerlo, una que no incurra en formas de violencia no deseables. Pero, sobre todo, la revolución debe comenzar en uno mismo. Nosotros somos responsables de lo que ocurre en el mundo. Nosotros creamos el mundo que nos rodea. Y si queremos cambiarlo, lo primero que hay que hacer es cambiarnos a nosotros mismos.
La verdad es que a veces me cuesta mucho comprender por qué las personas se comportan de manera tan egoísta. Y estas personas suelen ser luego las primeras que se quejan de lo mal que está el mundo. Pero en el fondo no puedo culparles, porque todos en cierta medida somos así. La mayoría de nosotros no somos héroes. La mayoría de nosotros ni siquiera es capaz de mostrar un ápice de compasión por los seres sintientes que nos rodean, sean humanos o no humanos. Y si sienten algo de lástima, no entrarán en acción. Mirarán hacia otro lado. Levantarán muros más altos, como si lo que pasa en nuestra casa, la Tierra, no fuera con ellos.
En la actualidad, cuando pienso en cuál debería ser mi forma de proceder ante una cuestión moral, siempre recuerdo aquellos momentos en los que mi inacción produjo un sufrimiento en otras personas que tal vez podría haber evitado. En concreto recuerdo cuando fui oficial de la Marina Británica y fui partícipe más o menos “obligado” de la esclavitud, subastando negros después de un viaje transatlántico que hubiese preferido olvidar. Pero de esto ya he hablado en mi libro La caja de Pandora, así que hoy me centro en otra de mis vidas que me produce esta clase de remordimientos. Me refiero a mi vida en la que fui pretoriano romano. Parte del trabajo, al menos en un periodo temprano, era ser ejecutor de la ley. O, en otras palabras, verdugo.
No sé por qué pero la escena de la ejecución de sentencias se me repite mucho. Esta vez es algo distinto porque no las estoy ejecutando yo, sino que estoy como supervisando, debe de ser que me habían ascendido o algo. Estoy sentado frente a una mesa de madera que está en lo que parece un patio de una fortificación o algo así. Destacan los pergaminos enrollados que están en un montón a mi derecha. Al desenrollarlos no son exactamente como papel, sino más bien como cuero, muy flexibles y se enrollan y desenrollan muy fácilmente. No llego a ver la letra pero creo que están en latín. Cuando la sentencia está ejecutada yo mismo la sello. Creo que lo hago poniendo un pegote de cera de una barra roja que caliento al fuego y utilizo un sello parecido a los actuales pero con el mango más largo y fino, y el propio sello es pequeñito, cuadrado o circular. No llego a ver el dibujo.
Es un momento de tensión justo antes de abrirlos, preguntándome qué saldrá esta vez. La mayoría son mutilaciones, pero también hay flagelaciones, arrancamiento de uñas y dientes, corte de lenguas. Traen al preso de la cárcel, lo arrastran entre dos soldados o más hasta el lugar de la ejecución, y contemplo cómo lo hacen los soldados, a veces deseando no mirar, y que acaben rápido. Las sentencias suelen ser iguales para hombre, mujer o niño. Si es niño deseo en mi interior que los soldados midan sus fuerzas y no sean muy brutos… Los soldados están a mi izquierda esperando que lea la sentencia. Los niños a veces gritan menos que los adultos, tal vez porque no se esperan lo que va a pasar y se quedan bloqueados. Me viene la imagen de uno en concreto, tiene unos doce años, el pelo castaño claro con ondas, viste una especie de camisa harapienta como de lino beige, hasta por debajo de las rodillas. Le arrastran, le sujetan a dos postes y le flagelan.
Nos han enseñado a ser fríos, a ser rápidos, a no pensar, y eso mismo se lo enseño yo a los soldados. “Si piensas, estás perdido”, les digo. Empezamos con todos los instrumentos limpios y bien colocaditos sobre la mesa (como lo vi en otra regresión), acabamos con todo lleno de sangre, de una manera u otra la sangre siempre acaba salpicándote. Al final me veo tratando de limpiar la sangre con un paño, pero se queda pegada. Veo que en casa hay un caño del que siempre sale agua, y cuando llego tengo que acabar ahí la limpieza. Esto no es a diario, pero sí una o dos mañanas a la semana, y claramente es lo peor de nuestro trabajo. Al final tenemos un saco lleno de trozos de cuerpo humano que acaba siendo comida para los animales (perros). Esto me vino como flash un día o dos antes, pero deseaba que fuera imaginación.
Me siento fatal mientras hago todo esto, por supuesto, pero no puedo mostrarlo. Yo solo obedezco órdenes. A veces desearía que fueran los propios jueces quienes ejecutaran la sentencia, pero cuando me los cruzo me miran por encima del hombro, como si nosotros no fuéramos mejores que la escoria de los criminales… los cuales la mayoría son solo gente pobre tratando de sobrevivir. A veces también me gustaría ir a los jueces y decirles que algunas sentencias son desproporcionadas, pero una vez más, no es mi función cuestionar las leyes. En el ejército nos enseñan desde pequeños que tenemos que obedecer a nuestros superiores. Si no lo hacemos e incurrimos en faltas de desobediencia, somos castigados de diversas maneras también, no importa si solo somos unos niños. Una de ellas es encerrarnos en una especie de cubículos que son como una casa circular de piedra sin apenas aberturas, la puerta creo que es de madera. Hace mucho calor si es verano y mucho frío si es invierno. Nos dejan ahí días sin comer ni beber. Una especie de celda de aislamiento.
A veces también he de ser testigo de cómo algunos hombres comienzan a disfrutar con lo que hacen, se burlan de los prisioneros o se ensañan con ellos. No sé si lo hacen como forma de autoprotección o porque realmente son unos sádicos, pero siento desprecio por ellos.
La gente que acaba mutilada vuelve a las calles y acaba siendo víctima de otros delincuentes más fuertes. Esta forma de justicia no arregla nada.
Y, a veces, la sentencia es MUERTE. Entonces se me cae el alma a los pies. Me vienen varios tipos de ejecución, no sé cómo de verídicos son. El primero es una especie de garrote vil. El prisionero se sienta y por detrás los estrangulamos con una especie de cinturón. Está bien porque así no tienes que mirarle a la cara. El segundo es laceración, se hacen varios cortes supongo que en lugares específicos para que se desangre. No cortamos la cabeza de manera rutinaria, creo que es porque no puedes hacer eso con una espada normal romana, que sirve para pinchar más que para cortar, aunque creo que a veces sí que utilizamos cuchillos para degollar, aunque no suele ser muy frecuente. También hay arrastres por caballo.
Ahí siempre tengo que participar, ayudar a los soldados. Siempre deseo que sea rápido. Miro a los ojos a uno de los sentenciados, pero soy incapaz de decir nada.
Suelo pensar que es bueno que esa gente entre en el ejército. Así les enviamos a trabajar, como por ejemplo a construir murallas. Así se ganan un salario y dejan de vagar por las calles.
Al final vi una bolsa de monedas cayendo frente a mí. Es el pago por mi labor. Eso es lo que cuesta ese saco de partes humanas. Me repugna… o quizá no diría tanto. Es desagradable, pero es mi trabajo, es lo que hay.
(Regresión 12-12-2017).
Una de las razones por las que empecé a recordar vidas pasadas era la profunda depresión que sentía a causa de las continuas decepciones en mi profesión. En más de una ocasión me vi en la tesitura, otra vez, de hacer cosas que estaban en contra de mis principios morales, en contra de la única razón por la que había decidido estudiar una carrera universitaria: los animales. Recordé que me había pasado lo mismo en otras vidas. La diferencia es que en aquellos tiempos era más complicado salirme del sistema, las consecuencias podrían haber sido bastante peores. Eso no es excusa por sí misma, pero puede aliviar algo la culpa. En mi vida actual no tenía excusas, y aún así transcurrieron varios años para que de una vez me plantara y dijera “Basta ya. Basta de excusas. Sabes lo que quieres. Sabes lo que es moralmente correcto. No te queda otra que hacerlo y predicar con el ejemplo”.
Ha costado, pero la verdad es que me siento orgullosa de haber dado el paso. Esta vez no me voy a arrepentir de mis acciones o de mi inacción. No voy a esperar a morirme para darme cuenta de que nuestras decisiones morales importan. No voy a esperar a que el mundo cambie, porque solo jamás lo va a hacer. Somos nosotros los que cambiamos el mundo, nadie más.