¿Y de qué muertes estaría hablando? Veamos… Es muy probable que el 23 de noviembre de 1210 muriese decapitada en Termes. Y tengo buenas razones para pensar que en el mismo mes de 1942 morí como enfermera checa en Francia, y a finales del siglo XIX, como Coreanne, en Noruega. Sin embargo, no es la muerte en sí lo que me afecta. Todas estas muertes tienen algo en común: además de morir, se produjo la separación de alguien a quien amo más que a ninguna otra persona. En mis escritos públicos, me suelo referir a él como H. En mi vida cátara fue mi primogénito; en mi vida de la Segunda Guerra Mundial, mi novio alemán; y en la vida de Cardiff, mi marinero noruego. Ahí es nada.
Y llega noviembre de 2018, y me encuentro poniendo punto y final a una de mis novelas de ficción, que en realidad es la segunda parte de un libro que empecé a escribir con trece años. Y aunque yo soy incapaz de mirar muy lejos en el futuro, y por tanto soy incapaz de saber qué va a ocurrir en mis historias, de pronto me doy cuenta de que si acabo la segunda novela tal y como se me ha ocurrido hacerlo, sin apenas planificarlo, en la tercera solo hay una posibilidad: va a haber una separación muy dolorosa, involuntaria por parte de la protagonista (como en mi vida de Cardiff), y el hombre va a quedarse por un tiempo como se quedó Jan en Noruega: completamente solo, tras la muerte de su hija, y después tras la muerte de su mujer, aprendiendo a lidiar con su propio dolor. Y por alguna razón, siempre supe como Coreanne (mejor dicho, como mi yo actual recordando la vida de Coreanne) que todo estaba bien, que era así como tenía que suceder, a pesar de que a día de hoy sigo lamentando esa triste separación, a pesar de que H es esencialmente la razón por la que recuerdo vidas pasadas. La nostalgia nunca desaparece, no importa lo que haga.