Lo más curioso de todo esto es que en ningún momento durante las regresiones me ha venido la palabra “cátaros”. Pero esto deja de ser sorprendente cuando comienzas a investigar y descubres que esa palabra la utilizaban otros para referirse a ellos. Anne Brenon, en su libro La verdadera historia de los cátaros, lo explica mejor que yo:
La palabra “cátaro” fue sólo una de las múltiples denominaciones en sentido peyorativo inventadas por la iglesia romana para calificar a aquellos a quienes había designado como herejes. Tendremos ocasión de volver detalladamente sobre estos diversos apelativos. El de “cátaro” —al que el historiador luterano Charles Schmidt, con la publicación en 1848 de su libro "Historia de la secta de los cátaros o albigenses", iba a proporcionar una gran fortuna mediática— significa probablemente “adorador del gato”, es decir, brujo. El canónigo renano Eckbert de Schönau, que forjó en 1163 la palabra culta “cátaros” a partir de una denominación popular existente, cati (latín) / catiers (lengua de oil), intentó otorgarle una etimología más culta pero también más fantasiosa: del griego catharos, es decir, “puros”.
Baste decir aquí que los propios interesados, esos herejes medievales a quienes se ha consagrado el presente volumen, no parecen haberse llamado nunca a sí mismos, orgullosamente, “puros”, ni por lo demás tampoco “perfectos”, ni “perfectas”, pertenecientes estas últimas palabras al vocabulario de la Inquisición. Los documentos demuestran que empleaban esencial y sencillamente, para designarse, el término genérico de “apóstoles” o de “cristianos”. Sus creyentes les llamaban “Verdaderos Cristianos”, “Buenos Cristianos”, “Buenos Hombres” y “Buenas Mujeres”.