Decidió irse el 15 de junio, solo dos días después de que mi pareja y yo la dejáramos con mis padres para irnos de viaje a la costa. Estuvimos dudando hasta el último momento si debíamos irnos o no, pero su estado de salud, bastante estable dentro de la gravedad, durante las últimas semanas, no presagiaba el triste desenlace. No nos lo esperábamos, de verdad que no nos lo esperábamos, a pesar de que en los últimos siete meses de su vida ya sabíamos que andaba por la cuerda floja y que cualquier día nos podría abandonar. Sin embargo, esperó… esperó hasta que estuviésemos lejos, porque —supongo— quería evitarme ese disgusto. Yo creo que haría lo mismo por mis seres queridos. De hecho, es lo que hacen también los humanos cuando se acerca el momento, según refieren muchos testigos.
Sin embargo, si algo he aprendido desde que soy vegana activista, es que no se trata de nosotros, sino de ellos. Los animales no humanos. Hace poco entendí que no tenemos la potestad para decidir por ellos, porque ellos no tienen modo de decirnos si quieren o no dejar de vivir. Hay también evidencias de que ellos se van cuando quieren, independientemente de que haya una enfermedad o no. Pueden morir de tristeza si se les va un compañero al que quieren. Y Kira quería vivir, hasta el final. Yo, como veterinaria, conociendo los resultados de sus últimas pruebas (análisis de sangre, de orina y ecografía) y sabiendo, después de los dos episodios de azotemia que tuvo con síntomas neurológicos, que su función renal era menor del 25%, no podía explicarme cómo podía seguir viviendo. Pero tampoco era sorprendente. En 2013 la habían operado de un linfoma intestinal. El pronóstico de vida que le dieron fue de un año, pero ella sobrevivió cinco, tres sin medicación que yo misma le retiré. Fue finalmente su riñón el que no pudo seguir sosteniéndola.
La vuelta de vacaciones fue bastante dura. Aquí, más acostumbrados a su presencia, la echamos más de menos. Uno o dos días después de volver me puse a recopilar y contar todas las fotos y vídeos que tengo de ella: son 522 en total. Parecen muchos, pero no lo son. El problema era que por muchas fotos y vídeos que tuviera, no serían comparables a lo más preciado que tengo: mis recuerdos, tan claros como si hubiera vivido esas escenas ayer. Los puedo visionar una y otra vez en mi mente. Muchas veces son indescriptibles, porque una mirada o un movimiento sutil no se pueden explicar con palabras, como tampoco se pueden explicar apenas las emociones que los acompañan.
Por ejemplo, aún recuerdo con total nitidez el primer día que la vi. Llegó metida en una pequeña redecilla, en manos de mi cuñada, que la había recogido de una clínica veterinaria para mí. En aquel momento yo aún estaba triste por la muerte de otra gatita, una pobre enferma que rescaté de una tienda de animales donde trabajaba (para ser exactos, se la compré a mi jefa por una suma de dinero desorbitante). Al principio la llegada de Kira a mi vida no me sentó muy bien, pero enseguida se ganó mi corazón con su carácter juguetón y nervioso.
Sé cuál fue el momento exacto en el que Kira supo que yo sería su humana especial: el día que se enganchó una de sus uñitas en la red metálica de un frutero y yo fui la que con mucha calma la tranquilizó para que dejara de tirar haciéndose más daño, cogió su pata, y la desenganchó. Aquel día comprendió que podía confiar en mí para cualquier cosa. Algunas personas me han dicho que tengo una mano especial con los gatos. Yo creo que solo tengo paciencia y sé entenderlos.
Después, vivimos de todo. Muchos cambios. Las discusiones con mi pareja por ella y luego por otras causas. Quizá la atmósfera que se vivía en casa fue lo que le causó el linfoma. Fue una etapa particularmente difícil porque tuvieron que operarla de urgencia debido a que el tumor le estaba obstruyendo el intestino. Me permitieron asistir a la cirugía por ser veterinaria, aunque no estaba menos nerviosa que cuando la esterilizaron en otra de las clínicas en las que estuve trabajando, muchos años antes. Yo sabía que las 48 horas siguientes eran cruciales, y que la recuperación de la anestesia era la peor parte. Jamás olvidaré cuando me tumbé en el sofá por la noche y me la puse en el pecho para que dejara de quejarse (pegada a mi Anahatha, transfiriéndole toda la energía amorosa que pude). Poco a poco nos fuimos quedando dormidas juntas. Verla recuperarse y ganar peso de nuevo fue toda una alegría.
Fue una lástima que no pudiéramos hacer nada más por sus riñones. De algún modo siempre supe que a Kira se la llevaría la insuficiencia renal crónica, como le pasa a la mayoría de los gatos que alcanzan una edad avanzada con buen estado de salud. Había conocido varios casos durante mi carrera profesional, y sabía que era un proceso lento, frustrante y muy triste para todos. Tenía claro que no la iba a hospitalizar ni la iba a dejar sola en sus últimos momentos. Quería que muriese conmigo, si eso era posible, no en una fría jaula de hospital, donde por muchos cuidados veterinarios que tuviese, no se iba a sentir tan bien como en casa. Y solo le aplicaría la eutanasia si la viera sufrir de verdad, no porque yo estuviese sufriendo. Fue bastante duro, es cierto, pero lo volvería a hacer una y otra vez. Esta etapa me dio los momentos más preciosos. Un día, después de uno de sus frecuentes abundantes vómitos de líquido, yo me senté en el sofá y me derrumbé, porque Kira llevaba unos días igual y no la veía mejorar. Me puse a llorar. Ella, visiblemente débil, se paseó entre mis piernas y de pronto dio un pequeño saltito con una de sus expresiones juguetonas, como si quisiera decirme: “¿Ves? ¡Estoy bien! No seas tonta, no llores”. Yo sabía que no podía con su alma. Últimamente no pasaban ni tres días sin que vomitara, y tener la urea y la creatinina altas en sangre significa ir por la vida como borracho, sintiendo náuseas y con pocas ganas de comer. Yo sabía que solo quería animarme. Fue solo un segundo, un instante de complicidad entre nosotras que vino y se fue como un suspiro pero que permanecerá grabado en mi corazón para siempre. A pesar de su estado cada día más deteriorado, ella estuvo comiendo hasta el último minuto, esforzándose por vivir, aunque ya no obtuviera ningún nutriente de sus latas.
Sé cómo debía de sentirse. Sé que ella intuía de alguna forma que le quedaba poco tiempo. Los últimos meses ya había dejado de correr por el pasillo. No quería jugar. Se hizo más mimosa. Se quedó en los huesos, y muchas noches se colocaba junto a mí en la almohada ronroneando sin parar, para que yo la acariciara. Vi cómo poco a poco se quedaba sin energía, vi su mirada ausente cada vez con más frecuencia, vi desaparecer el brillo en sus enormes ojos verdes. La vi llorar un par de veces, mientras nos contemplaba comer desde una silla en el comedor, o mientras me miraba desde el suelo, con una mirada suplicante, como pidiéndome algo que yo ya no podía darle. Jamás la vi llorar antes, ni siquiera cuando entrecerraba el ojo izquierdo como había hecho desde pequeña, quizá por una pequeña infección que a veces volvía temporalmente. Luchaba con todas sus fuerzas por seguir adelante, pero creo que era consciente de que ya no disfrutaba de la vida, que su frágil cuerpecito ya no le respondía y que pronto tendría que dejarme sola.
Porque estoy convencida de que se quedó solo por mí. Debió irse mucho antes, pero tal vez no me entendió cuando le dije un día que era libre de hacerlo cuando quisiera, que habíamos pasado un tiempo estupendo juntas y la hora de la separación se acercaba. Estoy segura de que pensaba que yo la necesitaba más a ella que ella a mí. Y tal vez tenía razón. O tal vez, como decía al principio, solo esperó el momento propicio para hacerlo. Durante sus dos crisis de azotemia, en una de ellas tambaleándose por el pasillo y finalmente quedándose acostada en un rincón en el suelo, yo permanecí a su lado aguardando su recuperación. Dándole espacio si lo necesitaba, pero cerca de ella por si sucedía lo inevitable. En ambas ocasiones resistió. Parece que no así la tercera, cuando finalmente se vio libre y aprovechó para volar. Al menos lo hizo cerca del jardín que tanto disfrutó y que espero siga disfrutando hoy.
Eso es lo que somos. Necesitamos hacernos pequeños para comprender lo grande que es el universo, lo grandes que son la vida y la muerte, la magia que existe en cada ser que puebla este mundo, el Amor que lo sostiene todo y que nosotros nos empeñamos en destruir o ignorar. No sabemos por qué estamos aquí, pero estamos. Igual les pasa a ellos. Un día se encuentran en este mundo y, por desgracia, de nosotros los humanos depende si tienen una buena vida o si mueren degollados en un par de meses en un matadero. Por un tiempo compartimos un mundo que no nos pertenece, y después nos vamos. Es nuestra obligación vivir, como mejor podamos, sin causar daño a nadie.
Me acuerdo todos los días de Kira. Jamás la olvidaré. Nadie en esta vida me ha enseñado tanto como ella, la voluntad de vivir sea como sea y la resistencia ante las adversidades, al mismo tiempo que disfrutas y juegas estando vivo, desde la más tierna edad, hasta que eres viejo, mientras tu cuerpo te lo permite.
Debemos agradecer al universo la posibilidad de estar aquí y respetar las vidas de todos aquellos que desean vivirla en paz y con plenitud.