Así que, es obvio que tengo mucho donde elegir si quiero escribir algo en el blog. Pero he acabado eligiendo a la “mujer sin nombre” porque, como me decía alguien hace poco, si algo me sigue afectando tanto, es que aún hay heridas por cerrar. Y escribir siempre ayuda a cerrarlas.
La película de Hitchcock era Rebeca, pero Rebeca es solo un fantasma cuyo recuerdo aún atormenta al Sr. de Winter, un hombre adinerado que perdió a su esposa ahogada en extrañas circunstancias, y ahora ha conocido a una jovencita a quien pide matrimonio. Curiosamente, en toda la película no llegamos a conocer el nombre de esta jovencita. Siempre se refieren a ella como “esa linda mujercita” o cosas parecidas. Es como si Rebeca le acabara robando todo el protagonismo. Yo me siento identificada con esa mujercita porque de algún modo a mí también me robaron el nombre, y hoy, más de siglo y medio después de mi muerte, aún siento que no puedo decirlo públicamente, no sea que me vuelvan a ajusticiar por mis crímenes o me encierren en un manicomio por histérica y además creer que he reencarnado.
Durante la primera media hora no pude evitar encogerme en el sofá y sentirme aterrorizada, aunque el suspense típico de las películas de Hitchcock aún no había aparecido por ningún lado. El escenario era demasiado parecido a mis propias vivencias a principios del siglo XIX, y eso me hacía presagiar terribles acontecimientos en el futuro. El Sr. de Winter se parece notablemente a lo que recuerdo de mi primer marido, he de decirlo. Pero lo peor es que esa estúpida jovencita era yo, casándome a una edad muy temprana con un próspero hombre de negocios, amigo de mi padre, solo porque ellos lo habían decidido y dispuesto así. La casa de mi marido no era tan grande como la mansión Manderley, ni mucho menos, aunque sí tenía una criada que me ayudaba en mis quehaceres diarios. También tenía una yegua a mi disposición, amplios terrenos donde montar, no me faltaban los hermosos vestidos ni las ocasiones para lucirlos. Mi cama de matrimonio también tenía un dosel. Y en una habitación próxima estaba mi tocador con todo lo que una mujer pudiera desear para estar atractiva y gustar a su marido.
"Mírala, es una pobre mujer en una prisión de oro”, le dije a mi pareja actual mientras veíamos la película. Sabía que la seguridad económica que aparentemente te proporciona un marido supone un precio que vas a pagar con sangre. Temía que en cualquier momento llegarían los golpes. A veces pierde los nervios y se enoja, dicen. Sí, mi marido también se enojaba conmigo, porque hablaba con otros hombres en las reuniones sociales a las que él me llevaba. Al principio perdonas los gritos porque crees que sabrá controlarse... hasta que llega el día que no se controla y comienza con una bofetada. Después las cosas van a peor, cada vez peor, hasta que un día te encuentras en una bañera pensando si no será mejor ahorrarle el trabajo y matarte tú misma antes de que te mate él. Pero nadie dice una palabra, porque el maltrato de un marido a su mujer es considerado algo normal, incluso necesario a veces, y al médico le cuentas que te caíste por una escalera. Posiblemente no se lo cree, pero es lo mismo, porque en los asuntos de pareja nadie debe meterse, e incluso si el marido le puso la mano encima, seguramente fue porque lo merecía.
Empiezan quitándote el nombre, como a la mujercita de la película. Ahora solo eres “la señora de”. Da igual quién eras antes, ahora tu única labor es hacer feliz a tu marido, y si no eres feliz haciendo feliz a tu marido, es que hay algo que funciona mal en tu cabeza. Ahora llevas el nombre de tu marido, pero ya no eres nadie. Te han dado un lugar donde vivir y un trabajo, así que ya no tienes derecho a quejarte, ni a elegir, ni puedes tener independencia. Solo eres una más de sus posesiones, un recipiente en el que crecerán sus hijos, si es que eres lo suficientemente buena como para engendrar y parir hasta que ya no te queden ovocitos en tus ovarios.
Me sentía verdaderamente enferma viendo esa horrible película. Me dolía el estómago, y apenas podía contener las lágrimas por el futuro que le esperaba a la mujer sin nombre. ¿En serio quieres convertirte en la esposa perfecta? ¿Cómo puedes decir que le amas si en cualquier momento te va a dar una paliza? ¿No ves que él mató a su antigua esposa, Rebeca? ¿No ves que hará lo mismo contigo, si le dejas?
A woman's gender and marital status were the primary determinants of her legal standing in Indiana and much of America from 1800 to 1850. By custom and law she did not enjoy all of the rights of citizenship. In the legal realm women were decidedly dependent, subservient, and unequal. National and state constitutions included little mention of women. Even though Hoosier women were enumerated in the census which paved the way for statehood and had to share the burden of taxation, they were not allowed to vote or hold office. Rights for which a revolution was fomented were denied women – as they were to slaves, "lunatics," and "idiots."
Further exacerbating the situation, rights normally enjoyed by women were often withdrawn when she married. Indeed, a woman gave up so many civil and property rights upon crossing the threshold that she was said to be entering a state of "civil death." This unhappy circumstance arose partially because American (and Indiana) law was based upon English common law. Predicated on "precedent and fixed principles," common law had dictated a subordinate position for women. Married women generally were not allowed to make contracts, devise wills, take part in other legal transactions, or control any wages they might earn. One of the few legal advantages of marriage for a woman was that her husband was obligated to support her and be responsible for her debts. It is highly doubtful that these latter provisions outweighed the lack of other rights, particularly in the area women faced the most severe restriction, property rights.
https://www.connerprairie.org/education-research/indiana-history-1800-1860/women-and-the-law-in-early-19th-century
Decir que al casarte te conviertes en una prisionera en una cárcel de oro se queda corto. Por supuesto, esto solo es si tienes suerte y tu marido tiene dinero, porque aún peor es que tu marido sea un alcohólico además de un maltratador, pero ese fue mi tercer marido, si llevo bien la cuenta de los hechos. Sinceramente, creo que lo mejor que te podía pasar era morir joven al dar a luz. El aborto era un crimen y podías acabar en la cárcel o en el manicomio. El adulterio era siempre por culpa de la mujer, que no sabía satisfacer las necesidades del marido. El divorcio era totalmente imposible. Aunque había una ley incipiente en mi época, no era aún aplicable en mi ciudad cuando a mí me pasó todo esto, y las causas por las que te podías divorciar eran muy restringidas. Si abandonabas a tu marido por malos tratos, la culpable también eras tú por abandono del hogar: te convertías en una pecadora a los ojos de Dios y en poco menos que una delincuente a los ojos de los hombres.
Sí, a veces es difícil comprender por qué tomamos ciertas decisiones en nuestras vidas pasadas. Solo la investigación en profundidad te hace comprender que no podemos juzgarnos a nosotros mismos por algo que hicimos en el pasado, entre otras cosas porque ni siquiera te puedes llegar a imaginar la verdadera situación en la que te encontrabas.
Yo sí tenía un nombre, no como la mujercita de la película de Hitchcock. Me llegó fuerte y claro en una regresión que posteriormente me permitió verificar esta vida, cuando supe cómo había muerto. Era mi nombre de pila, el que tenía antes de casarme. Pero ese nombre me fue arrebatado junto a mi libertad, el día que me casé. La vida me la arrebataron un poco después. No fue cuando me compraron con un anillo y promesas de un matrimonio feliz, ni tampoco cuando destruyeron mi inocencia en la noche de bodas. Tal vez, quién sabe, en ese momento aún habría podido sobrevivir, como tantas mujeres sobrevivían entonces, como tantas mujeres hoy en día sobreviven en muchos países africanos. El día que me arrebataron mi vida fue cuando llegó la primera bofetada, y luego un ojo morado, y luego las costillas rotas con un bastón. Fue el día que me encerraron en un cuarto, como castigo a algo que debí hacer, o por algo que me negué a hacer. Rompieron mi alma y con el paso del tiempo se sorprendieron de que la hubiera perdido, ironías del destino.
Hagas lo que hagas, no te quedes callada.