Lo primero que descubrí es que está basada en una novela de un tal Vercors, pseudónimo de Jean Bruller, un hombre que vivió la ocupación de Francia por los alemanes e incluso acabó convirtiéndose en un miembro de la resistencia. Ya tengo la novela también, es extremadamente corta así que es posible que cualquier día de estos ya me la haya leído también.
Katrina vivió la ocupación de los soldados alemanes en Praga, así que sé perfectamente cómo se sentían los franceses cuando los alemanes ocuparon Francia. Da igual el país, da igual la nacionalidad: unos extraños irrumpían en nuestros trabajos y en nuestras casas, exactamente igual como ocurre al principio de la película. Ellos secuestran tu vida y tu futuro. Puedes aceptarlo y será malo. Puedes resistirte y será aún peor. Katrina convivía con un alemán y tengo razones para pensar que era su padre, aunque él nunca quiso reconocerlo. Por ello trabajaba para él, mientras estudiaba enfermería. Supongo que antes de la guerra era normal que ciudadanos europeos emigraran de unos países a otros; y una vez declarada la guerra, entonces ya no eres un ciudadano bienvenido. Eres el enemigo.
El silencio de los dos ocupantes de la casa ante la presencia del capitán en su propia casa me recordaba mucho a la situación que vivíamos en el hospital. Tensión creciente y miedo, mucho miedo, porque no sabes si estás seguro o no, no sabes si esos militares son «decentes», como bien menciona el abuelo al principio. Incluso alguien de apariencia decente podría acabar convertido en un monstruo o simplemente verse obligado a hacer algo que no quiere hacer.
Lo demás, son humanos tratando de sobrevivir a situaciones inusuales, y tomando decisiones más o menos peligrosas según el sentido de la justicia de cada uno. Exactamente lo mismo que yo vi en mis recuerdos: no más que humanos perdidos; sufriendo, pasando frío, hambre y miedo; una mujer como yo que se siente afortunada si pasa un día más y nadie la ha asaltado sexualmente; tratando de sobrevivir en un mundo que se ha vuelto loco, en el que el valor de la vida ha pasado a ser cero de un día para otro. Debajo del uniforme sigue habiendo personas comunes y corrientes, con sus profesiones mundanas, con sus sueños y anhelos, personas que, como yo, guardan la foto de sus seres queridos entre las páginas amarillentas de libros que se han convertido en tu más preciada posesión.
Cuando era niña y no sabía nada de todo esto, escribí un relato corto sobre una mujer joven llena de harapientos y terriblemente cansada que acababa en una playa para ver su último amanecer. Una luz muy brillante comenzaba a crecer en el cielo y se lo llevaba todo, como en una especie de apocalipsis. Ahora no tengo duda de que este relato fue un claro reflejo de mis recuerdos aún subconscientes. Tal vez la mañana de mi último día en Francia visité la playa para despedirme del mar y de la humanidad; quizá ya había decidido que aquella noche moriría a manos de un soldado alemán que dispararía contra mí en cuanto me sintiera como una amenaza. Ahora sé que justo después de mi muerte me desperté rodeada por una luz calmante, pacífica y muy brillante.
Ese silencio, lleno de tristeza y furia, me acompañaría durante toda la adolescencia y gran parte de la juventud en mi vida presente. Y aún forma parte de mi alma, la que se desgarra cada vez que contemplo a una humanidad que va directa a cometer los mismos errores.